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Día de Muertos: celebrar la vida a través del recuerdo

Día de Muertos: celebrar la vida a través del recuerdo

Don Colchón |

En ningún otro país del mundo la muerte se mira con tanto color, música y afecto como en México. Cada año, entre el 31 de octubre y el 2 de noviembre, las casas, calles y panteones se llenan de flores, velas y aromas de comida recién hecha. No es un ritual lúgubre, sino una celebración luminosa: el Día de Muertos, una de las tradiciones más arraigadas en la cultura mexicana y reconocida por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad desde 2008.

Más que un homenaje a la muerte, esta festividad es un tributo a la vida y a la memoria, un puente simbólico entre el mundo de los vivos y el de los difuntos que expresa una visión profundamente humana: recordar es una forma de mantener vivo.

Raíces antiguas: el culto a los muertos en Mesoamérica

El origen del Día de Muertos se remonta mucho antes de la llegada de los conquistadores españoles. En las antiguas civilizaciones mesoamericanas —mexicas, mayas, totonacas y purépechas—, la muerte no representaba un final absoluto, sino una transformación natural dentro del ciclo de la existencia.

Para estos pueblos, los muertos continuaban un viaje hacia otros planos, y el tipo de muerte determinaba el destino del alma. Por ejemplo, quienes morían de forma natural viajaban al Mictlán (es el inframundo de la mitología mexica), el lugar al que las almas de los muertos viajaban para el descanso eterno. El viaje era duro: requería atravesar nueve niveles antes de alcanzar la paz. Aquellos que morían en batalla o en parto eran recibidos por el sol, mientras que los ahogados y sacrificados se dirigían al paraíso del dios Tláloc.

Estas culturas celebraban diversos rituales para honrar a sus antepasados, ofreciendo alimentos, flores y objetos personales, con la convicción de que las almas podían visitar el mundo terrenal. Cuando los misioneros españoles llegaron en el siglo XVI, combinaron estas ceremonias con las festividades católicas de Todos los Santos (1 de noviembre) y los Fieles Difuntos (2 de noviembre). De esa fusión entre cosmovisiones nació lo que hoy conocemos como el Día de Muertos: el simbolismo de las fechas

En la tradición mexicana, el 1 de noviembre se dedica a los niños y niñas fallecidos, conocidos cariñosamente como “angelitos”. Se cree que sus almas llegan primero, por lo que las ofrendas en este día suelen incluir dulces, juguetes y flores blancas.

El 2 de noviembre, en cambio, está reservado para los adultos difuntos, y las ofrendas son más sobrias: platillos típicos, bebidas y fotografías de quienes partieron.

Aunque el calendario marca solo dos fechas, los preparativos comienzan días antes. Las familias limpian las tumbas, adornan los altares y elaboran comida para recibir a las almas. La idea central es que durante estos días los difuntos regresan para convivir con sus seres queridos, disfrutar de los aromas de la tierra y recordar lo que fueron en vida.

El altar de muertos: el corazón de la tradición

El elemento más representativo del Día de Muertos es el altar u ofrenda, una composición ritual que combina elementos religiosos, simbólicos y estéticos.

Cada detalle tiene un significado profundo:

  • La fotografía del difunto ocupa el lugar central y representa su presencia espiritual.
  • Las velas y veladoras simbolizan la luz que guía a las almas en su camino.
  • La flor de cempasúchil, de color amarillo intenso, se considera la flor del sol. Su aroma y pétalos sirven como guía para las almas que buscan reencontrarse con sus familias.
  • El pan de muerto representa el ciclo de la vida y la muerte; su forma redonda simboliza el universo, y las tiras en forma de cruz evocan los huesos.
  • El agua calma la sed del alma después de su largo viaje.
  • La comida y bebida favoritas del difunto se colocan como ofrenda afectuosa y símbolo de hospitalidad.
  • El papel picado adorna el altar y representa el viento, uno de los elementos de la naturaleza, además de la fragilidad de la vida.
  • El copal o incienso limpia el espacio de malas energías y crea una atmósfera sagrada.
  • Las calaveras de azúcar o barro, con nombres escritos, son un recordatorio festivo de la mortalidad.

Algunos altares se construyen con dos, tres o hasta siete niveles, según la tradición familiar o regional. Los niveles pueden representar el cielo y la tierra, o los distintos planos del inframundo descritos por los mexicas. En todos los casos, el altar es una ofrenda de amor, una manera tangible de decir: “No te hemos olvidado”.

El mexicano frente a la muerte

Una de las características más fascinantes del Día de Muertos es la manera en que los mexicanos nos reímos de la muerte. Esta actitud, que mezcla ironía, respeto y alegría, se expresa a través de las calaveras literarias, pequeños versos satíricos que se publican en diversos medios. En ellas, la Muerte aparece como una figura traviesa que “se lleva” a políticos, artistas o amigos, en tono de broma.

También está la icónica figura de La Catrina, creada por el grabador José Guadalupe Posada a comienzos del siglo XX y popularizada más tarde por Diego Rivera en su mural “Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central”. La elegante calavera vestida con sombrero de plumas se convirtió en un símbolo nacional: una crítica social y, al mismo tiempo, una celebración de la igualdad ante la muerte.

El Día de Muertos también es una fiesta de los sentidos. En las casas mexicanas, los aromas del mole, el atole, los tamales y el pan de muerto se mezclan con el olor dulce de las velas y las flores. Los platillos se preparan con esmero, no solo para los vivos, sino para las almas visitantes.

En muchas regiones, las familias acuden a los cementerios para velar las tumbas durante la noche del 1 al 2 de noviembre. Encienden velas, limpian los sepulcros, colocan flores y comparten alimentos, canciones o rezos. No se trata de tristeza, sino de una convivencia entre mundos, donde la música y las risas conviven con la nostalgia.

Aunque la esencia de la festividad es la misma en todo México, cada región la vive de manera particular, reflejando su historia y sus creencias locales:

  • Michoacán: en comunidades purépechas como Pátzcuaro y Janitzio, las familias colocan ofrendas sobre pequeñas barcas que navegan por el lago, iluminadas con velas. Es una de las imágenes más emblemáticas del Día de Muertos.
  • Oaxaca: se distingue por sus comparsas, altares monumentales y tapetes de aserrín multicolor. En los mercados se venden calaveras, pan de yema y flores frescas.
  • Mixquic (Ciudad de México): celebra la famosa alumbrada, donde el panteón se cubre de miles de velas durante toda la noche.
  • Yucatán: el Hanal Pixán, que significa “comida de las ánimas” en lengua maya, mantiene vivas las raíces prehispánicas. Los altares incluyen el mucbilpollo, un gran tamal horneado bajo tierra, acompañado de rezos y cantos.
  • Puebla y Veracruz: combinan la ofrenda tradicional con elementos musicales, como bandas o mariachis que acompañan a las familias al panteón.

Cada una de estas variantes conserva la esencia del rito: honrar la vida a través del recuerdo.

El Día de Muertos en el mundo moderno

A pesar de los cambios sociales y tecnológicos, esta tradición no solo ha sobrevivido, sino que se ha fortalecido. Hoy, las ofrendas conviven con altares digitales, exposiciones urbanas y desfiles multitudinarios como el que se realiza en la Ciudad de México desde 2016. La estética del Día de Muertos —con sus colores, flores y calaveras— ha inspirado arte, moda, gastronomía y cine en todo el mundo.

Películas como Coco (2017) de Disney-Pixar, o la secuencia inicial de Spectre (2015), de la saga James Bond, ayudaron a difundir la belleza y el simbolismo de esta tradición. Sin embargo, más allá del espectáculo visual, su valor sigue siendo íntimo y espiritual: un acto de amor hacia quienes ya no están.

El Día de Muertos revela una manera única de entender la existencia. Mientras muchas culturas temen o evitan hablar de la muerte, México la enfrenta con afecto y creatividad. La muerte no se niega: se integra a la vida cotidiana. En cierto sentido, esta visión nos enseña a reconciliarnos con la pérdida, a verla como una continuidad y no como una ruptura definitiva.

El escritor Octavio Paz lo expresó con claridad en El laberinto de la soledad:

“El mexicano no solo ve la muerte: la acaricia, la festeja, duerme con ella, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente.”

Esa intimidad con la muerte no surge de la frivolidad, sino de una sabiduría ancestral: quien acepta la muerte puede disfrutar con mayor plenitud de la vida.Una tradición que une generaciones

Más allá del folclore, el Día de Muertos es una lección de memoria colectiva. En un país diverso y cambiante, esta celebración une a las familias y conecta a las nuevas generaciones con sus raíces. Los niños aprenden desde pequeños a colocar altares, a reconocer las flores, a leer calaveras y a comprender que la muerte no es el fin del amor.

Cada ofrenda es también una historia: un recordatorio de que nuestra identidad está tejida con los rostros, gestos y palabras de quienes nos precedieron. En ese sentido, el Día de Muertos no es solo una fiesta nacional, sino una afirmación de lo que somos: un pueblo que transforma el dolor en belleza, la ausencia en presencia, y la muerte en un canto de vida.

Fuentes consultadas:

  • UNESCO. Día de Muertos, Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad (2008).
  • Paz, Octavio. El laberinto de la soledad. Fondo de Cultura Económica.
  • Secretaría de Cultura de México. Guía sobre el Día de Muertos.
  • Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). El culto a los muertos en Mesoamérica.



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